Metáforas y espejos de un orden

¿Y si la vida fuera un juego sinfónico, perfecto y dinámico, de espejos en los que se nos mostrara a través de metáforas, símbolos e imágenes su estructurado y orgánico orden y complejidad?

La tierra es, de los elementos que forman nuestra vida, el que nos parece más consistente y firme, más permanente y previsible, más quieto, más físico y aprehensible. El ser humano aspira a que su vida sea previsible, firme, quieta, segura, próspera, “eternamente joven”, bella, apetecible… Esto es así por regla general. (Puede haber personas a las que les gusten los cambios, pero dentro de unos límites. Nadie desea conscientemente morir en medio de una tragedia y tampoco vivirla. Me refiero a nadie que tenga suficiente grado de cordura)

Llamamos Tierra al planeta que habitamos. ¿Tendrá que ver el nombre que el hombre le ha dado con nuestra forma de desear la vida, de soñarla, independientemente de lo que la experiencia nos demuestra?

Consideremos el nombre y la idea de los cuatro elementos presentes siempre en nuestra existencia: luz o fuego, aire, agua y tierra. Si observamos la importancia y la necesidad de los mismos en nuestra vida, veremos que hay un orden estricto en su manifestación y también en su grado de imprescindible presencia en ella, no sólo para los humanos, sino para todas las formas de vida existentes en él.

Estaríamos todos de acuerdo en que nuestro planeta tiene vida porque tiene el sol que lo ilumina y calienta lo suficiente; pero no demasiado y, por ello, se pueden desarrollar variadas formas de vida que se nutren de él.

El sol sería, por tanto, el primordial de los elementos que forman parte de la vida en el planeta. Sin sol no habría nada vivo en la Tierra ( tal y como conocemos nosotros la vida, al menos).

El segundo elemento que permite la vida es el aire. Sin él, los seres vivos que ahora existen aquí, morirían de forma fulminante. El aire es fundamental también para la transmisión del sonido.

El tercer elemento sabemos que es el agua. ¿Qué ser se plantea vivir en la tierra sin abastecerse de alguna forma de agua?

En cuarto, y no en primer término, tenemos la tierra, espacio en el que esos tres elementos anteriores idean formas, experimentan sus evoluciones. ¿Somos nosotros formas de esos mundos primordiales de luz o sol, aire y agua?

Existe un principio que afirma que las leyes que afectan al mundo más amplio son las mismas que afectan al mundo particular. Partiendo de este principio, la hipótesis que aquí se intentará desarrollar es que la vida humana está formada en ese orden que hemos enumerado más arriba y por esos mismos factores, lo que nos lleva a considerar con muchísima más atención los tres primeros, y no sólo el cuarto, la tierra o manifestación última o resultante.

El sol es, en nuestro campo, la luz, la posibilidad de distinguir el color en la vida, el calor, el fuego vital, la luz interior, la conciencia del ser, la fuente de creación, el impulso del latido del corazón, el fuego primigenio, la claridad de visión. Él representa la alegría de vivir.

Hemos observado qué sucede en la vida natural cuando, tras varios días de tiempo nublado y lluvioso, sale el sol. Este comportamiento generalizado en los seres vivos, podría explicarse como una forma inconsciente de celebrar la alegría y rendición al gran rey, el director y generador de toda vida, el dorado sol. (El oro, que tanto valora la humanidad, es dorado; su nobleza y fidelidad, además de su brillo y color, se ha utilizado, metafóricamente hablando, para relacionarlo con el sol, la luz primordial)


Conocemos a determinadas personas que desprenden algo especial: un sello de su luz, de su conformidad con lo que son, de su paz. Son personas que atraen por no se sabe qué razones. Son seres que transforman el espacio en el que se encuentran. Ellos no siempre son conscientes de su poder irradiado; pero a medida que maduran, probablemente, se sentirán observados, imitados; aunque no siempre vean la importancia de su presencia en la vida de los demás, por estar bien consigo mismos, sin tener necesidad de imitar a otros. Pero el observador externo, sí puede valorarlo. Son personas entregadas a los valores internos, pendientes de su vida y de su ética, de su respuesta personal, más allá de las modas y de las masas. Son seres independientes, pero no lejanos; sino con un camino propio claro, fieles a su propia voz. La fidelidad a uno mismo da paz y luz, aunque no siempre consiga un reconocimiento social rápido y clamoroso.


También sabemos que existen personas que perturban la paz de los demás. Allí donde se encuentran, el caos penetra y corroe la serenidad y la armonía. Son maestros de la sombra. Su papel parece ser la provocación, el poner a prueba esa armonía conseguida. Éstos tienen también sólo una parte de sí consciente de su papel y de sus objetivos de sembrar la discordia y la perturbación. Es lo más fácil dentro de su desarrollo. Están acostumbrados a dejarse llevar por esos impulsos y se han dado cuenta de que, dentro de su expresión formal, dicha conducta les ha otorgado cierto poder sobre los demás. Les gusta sentir que los otros les temen- ellos dirían que les respetan, pero es temor lo que despiertan-. Ese poder y su pasión los mantiene vivos y fieles a esa naturaleza indómita y sembradora de dolor a su alrededor. Ya sabemos que una de las mayores pasiones de la humanidad es el ejercicio del poder. El fuego de estas personas, su luz, quema lo que hay, para que nada quede. Es el fuego devastador. Es como el sol del desierto. Todo lo arrasa con su poder. Lo que más tarda en extirparse, también en la naturaleza humana, es lo inferior, lo dañino, que forma parte de la primera inmersión en el mundo de la forma, quizá porque ha tenido una existencia más difícil y se ha vuelto un superviviente nato. Las malas hierbas son pertinaces. Lo inferior es la base en la que se va sustentando lo superior, pero hay una voluntad férrea, según parece, en esa naturaleza primaria retadora.


Entre ambos extremos, se halla la mayor parte de la población, que unas veces desea ser alguien especial y otras desea vivir la vida de la forma más fácil, cómoda y materialista posible y que, a menudo, se deja llevar por lo último que llega o por lo más vistoso que le ha contado cualquier personaje que sale en un medio de comunicación y que le facilita el no tener que ponerse a trabajar consigo mismo.

Es la luz la que nos permite distinguir unas presencias de otras, es la luz de la conciencia interna y de la experiencia vital. Según tengamos educada y formada nuestra vida interna, nuestra luz, nuestra ética, nuestra visión alcanzará una distancia u otra.

Hay cosas que no todos los humanos somos capaces de ver en un momento determinado. Quizá más tarde, cuando hayamos vivido y pasado por diferentes experiencias, pensaremos en aquello que entonces no vimos y en el presente se nos muestra con una claridad meridiana. La diferencia no radica en el hecho, que es el mismo, sino en el enfoque de la conciencia.

La luz, por tanto, se muestra como la primera y máxima condición necesaria para la vida. Imaginemos que perdiéramos conciencia en lugar de ir acrecentando en nosotros esa luz o visión profunda de la vida, ¿ se podría decir que estamos desarrollando más profundamente el vivir o acercándonos más a la muerte?

En la actualidad, hay parte de la humanidad aquejada de enfermedades degenerativas; algunas de ellas van consiguiendo que los enfermos olviden quiénes son, quiénes fueron, para qué viven. Nadie afirmaría que esa forma de vivir es vivir más o mejor.

Vivir sin conciencia se parece mucho a morir. Es lo que más se parece a morir, dentro de la experiencia humana; puesto que el pensamiento superior o conciencia es el único específicamente humano. Es como si todos tuviéramos algo de la herencia de nuestro principio básico constitutivo: el sol, la luz, el fuego creador.

En definitiva, la relación que tengamos con la luz, la conciencia de la vida, el primer elemento de la creación es fundamental para que todos los demás elementos o factores que conforman la vida, se puedan transformar y evolucionar con mayor rapidez o con mayor fluidez. Un obstáculo en la conciencia, por el contrario, paraliza todos los demás elementos y consigue que se repitan una y otra vez los mismos pensamientos, sentimientos y conductas.


En el segundo lugar de esa manifestación de vida se halla el pensamiento. Dicha expresión se relaciona claramente con el elemento aire. El pensamiento es ligero e invisible como el aire, es constante en nuestra vida, siempre estamos creando pensamientos de un tipo u otro. La actividad mental es fundamental, como el aire que respiramos.

El aire permite que nuestros pensamientos se conozcan y se transmitan de forma fácil y eficaz. Gracias al aire, podemos escuchar los sonidos. Quizá también el aire esté alimentado fundamentalmente de luz; pues es atravesado por ella. Quizá cuando inhalamos aire, también inhalamos luz; luz y aire juntos nos permiten escuchar el sonido. Luz, sonido y aire juntos.

Nos sería muy difícil pensar en el desarrollo de una vida sin sonido, sin música. Los sonidos permiten, además, diferenciar las distancias, lo que supone una protección y un elemento a favor de la preservación de la vida.

Nuestros pensamientos se transmiten por el aire; nuestras voces internas oran, piden, protestan, aman, se comunican con la vida y con los demás seres vivos.

Ahora bien, los pensamientos, esas ideas poderosas que nos mueven a programar nuestra vida hacia un lado u otro, pueden ser creados desde espacios internos diferentes.

En ocasiones, los pensamientos se crean desde la confianza, el optimismo, la gratitud, la fe, la bondad, la alegría… y, entonces, estos pensamientos nos hacen sentir tranquilos, alegres, relajados, sanos, necesarios para la vida, confiados en que todo sucederá de la forma más apropiada posible; incluso, en esas ocasiones, estamos dispuestos a afrontar los pequeños retos o frenos que pongan a prueba nuestra fe y nuestra paciencia.

Algunas otras veces, sin embargo, las cosas son diferentes. Los pensamientos se nos llenan de miedo, de ansiedad, de inseguridad, de culpabilidad por errores cometidos o por lo que consideramos que los demás pueden rechazar de nosotros, y, entonces, la vida se convierte en algo ingrato; los sentimientos se tiñen de amargura o de rechazo, de rencor o de rebeldía, de ira, es decir, se acaban la paz y la armonía internas.

Si nos fijamos bien, casi siempre esta ruptura se produce por nuestros pensamientos. Claro que se puede objetar que esos pensamientos surgen a partir de comportamientos de los otros respecto a nosotros; pero, en realidad, puede ocurrir que sean los propios pensamientos los que tengan necesidad de brotar por pura costumbre y cualquier excusa externa puede resultar perfecta para darnos la razón.

Todos hemos comprobado cómo las personas tendemos a expresar en una dirección habitual nuestros pensamientos. En realidad, cuando estamos centrados y confiados, no damos importancia a cosas que suceden; pensamos, ante los mismos hechos de forma muy diferente.

Por ejemplo, podemos llegar a decir que alguien nos contesta mal, porque no se encuentra bien, y ya está, consideraremos que se le pasará; pero si nuestro pensamiento es el que no está bien, sentiremos la ofensa profundísima y nos parecerá que la injusticia que se ha cometido con nosotros es imposible de olvidar.

La susceptibilidad tiene que ver con nuestro propio estado de confianza o desconfianza con la vida, pase lo que pase en ella. Cuanto mayor sea nuestra tendencia a creer que el mundo nos ataca, mayor posibilidad de ver ataques en todo lo que nos rodea. Es una llamada al sufrimiento constante y, por tanto, a ver la vida como una carga.

La conciencia nos ayudará a ver qué podemos hacer para mejorar nuestro enfoque en torno a la vida y nuestras experiencias y cómo vivimos por dentro esas experiencias.

Vivimos nuestra vida por dentro; aunque muchas veces las manifestaciones sean externas, nuestro sentido del vivir y de cómo lo experimentamos es siempre interno.

Ocurre lo que pensamos nosotros que ha ocurrido -aunque no haya sido así para un observador externo- por eso, es fundamental que nuestro pensamiento esté orientado por la conciencia, por el sol o la luz.

El tercer elemento es el agua. El mundo de los sentimientos y emociones está muy bien representado por este elemento fluido, purificador, lleno de vitalidad y dulzura, persistente y constante, capaz de crear vida y de nutrirla con su cuerpo. Colaboradora con la luz y el aire en la creación de la belleza, cocreadora de los matices preciosísimos de colores y formas en la naturaleza; precisamente por ser una fuerza tan poderosa, puede resultar muy destructiva, como ya sabemos por la experiencia de maremotos, tsunamis, tormentas, lluvias torrenciales…

También en el hombre, los sentimientos y emociones pueden llevarle a tocar el cielo con las yemas de los dedos y arrastrarlo a las simas más profundas del dolor y del odio.

La humanidad está plagada de hechos luctuosos en los que los sentimientos encontrados de los hombres han chocado y terminado de forma trágica. Sin embargo, lo esperanzador de este elemento es que es purificador. El agua nos limpia, nos libera de lastres, purifica nuestro cuerpo por dentro y por fuera. Sin agua no podemos vivir. Sin sentimientos no podemos vivir.

Dentro de las emociones y de los sentimientos, existe una amplia variedad, una línea que abarca todo el espectro entre los extremos. De nuevo puede ayudarnos a ir mejorando nuestra calidad emocional y sentimental la conciencia que tengamos de la vida, de nuestra vida y de nuestro papel en ella, para ir evolucionando en esas respuestas emocionales a nuestras expectativas y a nuestras frustraciones.

Podemos considerar que siempre tenemos libertad de respuesta ante lo que sucede. Nadie nos obliga a repetir las respuestas; somos seres creativos que podemos idear nuevas acciones, más centradas en nuestra seguridad como seres válidos para la vida.

El agua nos muestra, físicamente en la vida, en su proceder, con nosotros y con toda la naturaleza, lo que nosotros podemos hacer, si lo deseamos, con nuestras emociones y sentimientos. Podemos llegar hasta el fondo de ellos, examinarlos, limpiarlos de cualquier adherencia que no forme parte de la vida sentimental, sino de la ambición, por ejemplo.

Cada ser humano es una pequeña tierra con sus ríos y mares. Nosotros albergamos y amamos nuestras aguas, agradecemos su trabajo constante para que nuestra vida sea sana y se mantenga lo más fuerte y duradera posible. Ellas nos atraviesan, nos nutren, nos hidratan, nos limpian, nos llenan de emociones mezcladas con el aire de nuestros sueños y anhelos, de amores que a veces se evaporan, que cambian como las mareas. Las aguas nos muestran ¡tantas cosas de nosotros mismos, de nuestra vida interna…!

Pensemos en la preciosa sangre, esa combinación perfecta, si está equilibrada, de fuego, aire y agua, ¡qué belleza de metáfora ese río interno que continuamente nos da vigor, calor, amor, color, deseo, mientras va limpiando el sufrimiento, el hastío, el cansancio, el aborrecimiento y la desesperanza! Las mareas nos enseñan, igual que las estaciones, que hay ciclos, que la vida parece repetirse, pero siempre es distinta. Pasamos por acontecimientos parecidos, similares, pero ¿qué ocurre en nosotros?, ¿los vivimos de la misma forma en cada ocasión?


Nosotros amamos el agua, como la tierra ama el agua y permite que ésta le recorra y penetre en sus profundidades. Sin ella, nuestra vida y la de nuestro planeta, sería imposible. El agua es simbólicamente la manifestación de nuestros sentimientos y emociones, sin ellos ni ellas, la vida que conocemos no sería posible. Nuestra vida es emocional, así aprendemos. Nuestras elecciones son sentimientos, tendencias. Nuestras metas llevan más o menos evidenciadas las emociones y los sentimientos consiguientes.

Nuestra vida planetaria y personal es emoción y sentimiento. Estas emociones pueden ser constructivas y mejoradoras de la vida y su expresión o perjudiciales. Ahí nace la enfermedad del planeta y de nuestro cuerpo. Nuestra salud y nuestra enfermedad tiene un gran contenido emocional, pues toda la vida lo es.

Cuántas veces más que amar a alguien deseamos dominar y cambiar, transformar a nuestro antojo lo que no es como desearíamos. El control sobre la vida del otro ¿no podría llamarse más ejercicio de poder que amor? Hay todavía muchas personas que ignoran que eso no es amor más que a sí mismos, no al que dicen amar.

El agua nos enseña también a adaptarnos a los cambios, a aceptar la vida. Las aguas son flexibles, como nuestras emociones; son reidoras, cantarinas. Nuestros sentimientos pueden ser bellos y también hacernos sentir alegres. Ella nos muestra como un espejo perfecto lo que sucede en nuestro interior.

Nosotros podemos elegir qué vamos a nutrir para que crezca en nuestro mundo, en nuestra vida.

El cuarto elemento es la tierra, nuestro cuerpo, lugar en el que se desarrollan todos los elementos y dan forma a las conductas de una manera más constante y visible que favorezca el aprendizaje, no sólo porque nos permite examinar nuestra forma, nuestra vida; sino porque nos posibilita contrastarla con la de los que nos rodean, de los demás seres, de los demás hombres y mujeres.

La tierra permite que todo el trabajo anterior se manifieste como un fruto, por eso es la parte más pasiva, generosa y permisiva. Los demás elementos se mueven en ella o sobre ella para irla cambiando en su forma, en su expresión.

La tierra representa el resultado hasta el presente de los tres elementos primeros y de su trabajo.

El nombre que le damos al planeta adquiere verdadero sentido cuando tenemos en cuenta que en el elemento tierra se manifiesta el resultado de la combinación de todos los demás elementos, que su cuerpo nos permite experimentar con nosotros mismos y con ella en nuestros proyectos creativos, dando pie a una evolución más rápida y consciente a través de la captación de esos resultados desde nuestros sentidos, también nos ofrece la posibilidad de observar los resultados de los otros seres, aprender de sus aciertos y de sus errores. La vida, observada de esa forma, adquiere una belleza y perfección que nos llena de gratitud inmensa por poder experimentarla.

Nuestro cuerpo se transforma por la labor de la conciencia, del pensamiento, del sentimiento y de la emoción. Nuestro arte, nuestra ciencia, nuestras observaciones y expresiones más valiosas son manifestaciones de esas conexiones llenas de luz entre los cuatro elementos que nos forman.

La conciencia, la luz, el fuego es quien da orientación a todos los demás. Sin esa luz, el barco iría a la deriva o girando siempre en círculos repetitivos y compulsivos.

La vida se nos muestra llena de sentido a través de la metáfora, del elemento simbólico que muchas veces olvidamos o no tenemos en cuenta. El arte con mayúsculas está representando una espléndida función ante nuestros ojos, ante nuestros oídos, en nuestro exterior e interior. Podemos disfrutar de esta belleza que nos guía y nos enseña quiénes podemos ser, hacia dónde podemos caminar, si deseamos mejorar.

24-12-09 Isabel

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