Renacer

Salió, sin tener conciencia de que salía, expulsado por una presión incontrolada y poderosa. Paralizado, creyó morir y, de pronto, sintió que algo se rompía en él y en su llanto. Lloraba, ignorando cualquier otra condición, sonido, paisaje y emoción que no fuera su terror convertido en lágrimas y gritos de susto y protesta.
Cayó hacia fuera.
La anterior caída ya resultó penosa e incómoda; pero iba y volvía. Fue aceptándolo, porque se le permitía ese ir, investigar y sembrar, cuidar y marchar. Ahora debía permanecer allí, dando vida constantemente a un ser que en él se formaba y transformaba, renovándolo y transformándolo a su vez.
Las luces se movían junto a sombras, sonidos y palabras que parecían querer calmarlo. Poco a poco, sintió que su vida no corría peligro, aunque resultaba todo confuso y frío, demasiado seco y rígido. Estaba tan cansado que se sintió adormecer con aquel ser que en él se formaba.
Mientras se alejaba un poco de aquella forma completa y frágil,  contempló que otros cuerpos,  más granados en tamaño y de formas más poderosas, observaban, arrobados, la respiración serena –apenas perceptible–y el silencio de la rendición.
No quedaba más remedio que rendirse ante algo que ya nadie podía modificar, que se había ido fraguando desde antes de comenzar a crearse la primera célula. Recordó que siempre era así: todo se iba preparando en el momento en que todavía nada sabía el sujeto protagonista (nada sabe el ave de sus polluelos, pero la vida los concibe y el ave los imagina en alguna parte de sí misma).  El instinto de supervivencia sirve a la vida con mayor docilidad que la razón humana.
Supo, porque todavía le estaba permitido recordar –más adelante olvidaría este pensamiento y todo lo demás– por qué se hallaba en aquel medio, país, etnia y familia. Había tareas que debía llevar a cabo; se estimuló a sí mismo y se dio ánimos para comenzar de verdad un viaje lleno de aventuras de gran complejidad y sencillez.
Se dijo a sí mismo que esta paradoja todos acababan por descubrirla, aunque le habían advertido que muchos tardaban tantos años en hacerlo que casi no les daba tiempo de cumplir alguna de sus tareas, porque se empeñaban en vivir desde su forma receptáculo, desde su vivienda, y no desde su centro o desde el ser que habitaba temporalmente en ella.
Examinó la familia, registró en su memoria las voces de los próximos. Distinguió sus matices. Examinó su nivel de ansiedad, cordura, comprensión, bondad. Miró sus ojos y vio su corazón. Su luz era variada. Algunos tenían espacios oscuros que intentaban disimular uniéndose a algún otro de los miembros próximos o de las visitas.
Alguien me contó que llegó como si volara. Silencioso y callado, se colocó junto al recién nacido y miró sus manos. Tocó unos deditos diminutos y perfectos, largos, rectos y muy suaves, como los amaneceres de la costa...
Miró hacia el aire y le pareció que todo se confabulaba para recibirlo y vio el rosa de la diosa Aurora y sintió el renacer de sí mismo en la nueva caída.

Isabel

Música en la tarde

Cristalinas, sonaban las notas en la tarde.
Eran como brillantes suspiros del aire y arco-iris de luz, belleza y creación.
Dedos invisibles –precisos y sabios–, interpretaban su música interior en la danza del tiempo.
Sus sonidos eran su voz y las palabras que el alma dirigía en silencio a los oídos de los otros; pero no siempre estaban preparados para reconocer el idioma del alma –entre los ruidos, la prisa y la huida de sí mismos–, de forma que la voz, llena de melodías infinitas, de frases moduladas para cada instante, de cristalinos timbres y delicados acentos, quedaba oculta entre el tráfago de tormentas y vendavales que asolaban el posible equilibrio y el nacimiento de una paz que todos anhelaban, y pocos buscaban de verdad en sus vidas.
Callaban, pero no guardaban silencio, sólo planes, obligaciones, miedos, recuerdos, presiones, deseos de huida… los atravesaban como rayos fúlgidos, estruendosos y constantes, y quemaban cualquier otra posibilidad de renacer y ver y sentir la creación.
Las notas continuaban creándose, fieles a su voz, necesarias para la esperanza, tras tanta dispersión y escasez de armonía.
Algunas veces parecía que hasta el aire y el viento hubieran perdido su brújula y ya –desconfiando de su valor y sentido– dejaran que el caos los guiara hacia la nada de su ser, hacia el mutismo voluntario; pero el alma de la vida necesitaba expresar su voz de luz, su alegría y vocación de cosmos en su empeño de canto y expresión, así que, aquella tarde, de nuevo el aire lo intentó.
Fue aquella tarde: se oyeron llegar, desde el principio, desde la raíz incomprensible y genuina. Las nuevas notas, eternas voces de su centro, guiaban la vida por doquier hacia sí misma, hacia su voz interna–reconducida voz del alma que volvía a cantar desde su esencia–, su propia y verdadera vocación, y era tal su poder, tal su seductora majestad, que los oídos se rindieron a la evidencia de aquella belleza que los llevaba por caminos invisibles e íntimas sendas hacia su fe primera y su encuentro más feliz. Comprendieron por fin, y el aire supo que nunca más volvería a dudar de su verdad y su palabra, y sonó, y cantó, y creó, y aceptó la belleza de su canto y de su amor.

Isabel

Diálogo de luna

–¿Has visto la luna esta noche? Está preciosa. Es una dama cósmica, con su velo de nubes tenues, como si estuvieran tejidas con gasa. Viaja de incógnito. Dorada, llena y generosa… Se parece a ti.
–¿Cómo dices?
–Sí. Me recuerda a tu deseo de permanecer invisible ¿Verdad que la luna no puede conseguirlo, verdad que siempre hay alguien que la ve y la contempla?
–Qué cosas tienes. Me había asustado al principio.
–Sí, también se parece en la generosidad y en la luz, porque hoy es cálida.
–¿Y en lo de preciosa?
–Del todo.

Recuerdo y olvido

Se acercó en silencio. Ella lo creyó posible antes de que sucediera. Había notado su interés especial, como si se despertara en él algo muy profundo y quizá olvidado hasta ese momento. Lo había visto de soslayo. No quiso fijarse; pero lo supo, incluso antes de que ella se moviera para mostrar aquello, algo en ella la había incitado a poner ese documento, así que, cuando él se acercó, no le extrañó.
Adolescente, casi niño, se expresaba con dificultad, como si no supiera hablar bien, como si no tuviera conocimiento suficiente del idioma. Era muy joven, pero reconocía en él al viejo y experimentado por dentro.
Pensó que la adolescencia era una etapa difícil para algunos; para otros, casi imposible.  El rostro de la muerte había rozado su corazón y lo había envejecido súbitamente. Se preguntó qué tarea tendría aquel jovencísimo-viejito, elegido para pasar a otra dimensión y salvado o depositado de nuevo en esta…
Consideraba que la vida nunca actuaba a tontas y a locas. Todo tenía un sentido, aunque quizá los hombres –desde su personalidad y desde su visión terrestre del vivir–, no lo comprendieran; pero, en la vida,  cada ser estaba relacionado no solo con su historia presente, sino que historias anteriores afectaban y ayudaban o frenaban la experiencia individual. El vivir era algo complejo, mucho más complejo de lo que a esa edad adolescente pudiera imaginarse. Los aprendizajes, múltiples; los aciertos y errores nos sobrevivían.
Le preguntó si conocía a alguien. Dijo un nombre. Ella respondió que no.
Era un niño todavía y seguramente consideraba que aquellos pensamientos del documento eran tan poco habituales que debían ser privativos de dos amigos o tres como máximo– pensó ella sonriendo por dentro sin que se perturbara su rostro atento ante la pregunta–, niño singular, experimentado en lo más trágico– pensó para sí misma. Entonces, él añadió algo, como para sí mismo, pero esperando que ella lo oyera y comprendiera,  era algo sobre la memoria y el olvido.
Nada especial había sucedido y, sin embargo, él la informó de algo privado, íntimo,  que le permitió comprender el punto extraordinario  y de extrañeza que su curación había despertado a su alrededor y en sí mismo. Ese nombre había tenido algún papel importante en su curación,  en el aplazamiento de su despedida.
El piano es lo que más le gusta desde que volvió a la vida, según contó un día.

Isabel

Día de lluvia

La lluvia envuelve mi presente. Tiene infinitos dedos con los que toca el aire y lo lava y lava, hasta que se da cuenta de que se fue toda la sequía y sus recuerdos esparcidos y el polvo que se había incrustado en los lugares más recónditos del tiempo.
Hoy es el primer día de un mes que singulariza el año: bisiesto.
Vivíamos un invierno muy cálido en estas tierras, tan luminosas y próximas al mar –fiel compañero y espejo de sus cielos altos–. Hoy, el cielo tiene una distancia diferente. Parece que se haya vuelto más lejano al acercarse.
El espacio físico no determina la distancia. Muchas veces, los sentidos nos seducen con la apariencia, como si desearan que aprendiéramos –aunque nos cueste mucho– a contemplar más allá de sí mismos, como si colaboraran en esa formación constante y creciente que la vida nos ofrece, para sentir que somos mucho más de lo que aparentamos y mucho menos de lo que desearíamos ser.
Miro la serenidad de todo mi alrededor y presiento que algún mensaje se me transmite en ella.
El frío nos envuelve. El rostro de la tarde va oscureciendo la superficie de todo lo que nos forma y nos define.
Día de sosiego en el que la conversación, la música, el calor y el silencio constituyen los mejores colaboradores de esta cristalina e incondicional visita.

Isabel