Una hoja de helecho

Una hoja de helecho ante mis ojos. Delicada presencia, frágil materia y, sin embargo, resistente; bella ondulación en sus bordes, como si estuviera festoneada de oleaje en sus orillas con el aire, en su diálogo –inaudible para mí– con el mundo que habita junto a sí misma, próximo e independiente de su destino de hoja.
La miro y descubro aspectos ajenos y propios. Nos miramos y hablamos.
Nuestros cuerpos adquieren en ese diálogo ciertas similitudes: una columna vertebral que irradia y reparte parte de su savia hacia sus brazos, como ríos que reparten su verdad, su voluntad por todo su cuerpo. Sangre de distinto color, pero con objetivos semejantes: repartir los nutrientes, llevar el latido y fuego central a todo su cuerpo.
Sin embargo, sé que su corazón ya no vibra; está desgajada, desconectada de su fuente.  Su muerte es  ya evidencia para mi razón, para mi experiencia de lo observado en el vivir de las hojas.  El invierno, la ventisca, la sequía, la intemperie, han contribuido o causado que esta hoja se haya separado de su centro vital.
Algunos humanos nos separamos de nuestra fuente, arrastrados por estímulos externos que nos hacen dudar de nuestro propio sentido, de nuestro propio corazón; perdemos el fuego interno y su dirección y propósito, de manera que podemos terminar por perdernos a nosotros mismos y confundir lo externo y sus intereses, con lo interno y nuestras necesidades.
Todavía está verde. Hay apariencia de vida en ella; pero su separación me habla de su muerte. Y pienso en cuántas veces vamos por el mundo medio muertos, agonizantes, enfermos de alma y rumbo, desconectados de nuestro verdadero sentido vital, de nuestro verdadero estímulo interno, enredados en redes que nos "han pescado" y que nos mantienen a la deriva llevándonos hacia sus propios barcos, alejados del nuestro, de nuestro centro y sentido. Y sucede que, en esas ocasiones, nos sentimos tan incómodos y desubicados, tan fuera de lugar y tan extraviados, que nos culpabilizamos, como si no fuéramos lo suficientemente buenos, poco o nada eficaces, con una suerte menos próspera, menos aptos para la vida…
Observo la hoja. Procura guardar la compostura y su color es todavía verde, apenas apunta el inicio de una tonalidad parda. Es como si estuviera en esa fase de guardar las apariencias del dolor por inanición. Está viviendo parte de ella todavía de las reservas; pero creo que ambas sabemos que su fin se aproxima inexorable, que su vida como hoja está a punto de terminar, que su cuerpo dejará de existir con su color y forma característicos, que pasará a formar parte del color del invierno, de esa austeridad uniforme que la muerte impone en el paisaje.
La naturaleza es una gran Maestra y espejo en el que mirarnos, además de una gran fuente de belleza y plenitud.
La sutilidad, delicadeza, amor, docilidad, fortaleza, persistencia, sensibilidad  y humildad son algunas grandes virtudes en las que uno puede detenerse, contemplar, reflexionar…

Isabel, 15-03-13

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