Las palabras y los mundos


Algunas veces, el ser siente nostalgia de algo que no ha vivido dentro de su historia humana en curso. Me preguntaba y os pregunto a vosotros cómo es posible sentir como pérdida aquello que no se ha conocido y, sin embargo..., la otra tarde sentí nostalgia de un país formado con las palabras de alguien y hablado con las palabras, las pausas y las risas, el humor y el silencio de unas voces en mi memoria, esas sí las conocía. Unas y otras constituyeron la seguridad y la ausencia a un tiempo. No se trataba de algo que “ojalá hubiera existido”, era la realidad de algo que existía, que existió y que, por tanto, continúa siendo, en algún espacio y forma, si uno logra dar con ello y lo integra como un pequeño mundo dentro o al margen –es lo mismo– de este mundo formado por tantos contrastes.
Las palabras-pensaba para mí- tienen la fuerza de la evocación inmediata de lo vivido y de lo por vivir, los sentidos y la inteligencia racional, lo abstracto y lo concreto se relacionan de forma veloz, inmediata y, antes de haber contestado con el discurso hablado, se han desencadenado por dentro unas sensaciones, muchas veces, inefables y reales, mucho más reales que vivencias por las que los seres humanos transitamos sin apenas pensar, como si viviéramos una realidad diferente, huyendo de ella o viviéndola sin la conciencia de estar vivo y de que nunca tendremos esa misma oportunidad; porque la vida se repite en algún grado, pero no es nunca igual, como tampoco son iguales nuestros días de trabajo y de rutina cotidiana. Sin embargo, y pese a que todos podríamos estar de acuerdo en ello, si somos sinceros, auténticamente sinceros, en qué pocas ocasiones vivimos algo como la única oportunidad de vivir “eso”.
Las palabras crean los mundos. Primero fue el Verbo, dice el Antiguo testamento. También en nosotros primero es el pensamiento, y los pensamientos se elaboran con palabras. Cuando somos tan pequeños como para no saber decidir sobre nosotros mismos, nuestro cerebro funciona de forma correcta para que nuestros órganos, algo que está más allá o es previo a nuestra conciencia de ser, nos permita vivir; pero, además, tenemos o contamos con las decisiones de pensamiento de nuestros mayores que deciden qué tipo de vida nos van a permitir experimentar: cuántas veces nos van a tomar en sus brazos, nos van a dar calor, acariciar, limpiar, etc., es decir, existen en nuestras vivencias primeras unas decisiones de pensamiento y libertad, unas palabras previas a nuestras palabras que dirigen y guían nuestras experiencias y que sabemos fundamentales, porque esas palabras ajenas – aunque próximas y cercanas– construirán nuestro primer mundo interno que irá paulatinamente integrándose en nosotros y constituyéndonos como parte de una cultura familiar, social, étnica...
Esta tarde he podido contemplar la nostalgia en personas de diferentes edades. Eran sus actos los que hablaban por ellos. Deseaban gozar de su contacto con el mar. Éste los envolvía cálido y brumoso, como si estuviera tejiendo con su vapor un manto para acariciar el deseo que aquellos seres tenían de su proximidad y de su tacto. Yo sabía, todos sabíamos que la noche se estaba aproximando, que el próximo era un día laborable, que se había terminado un fin de semana deseado por contar con un día añadido. Ahí sobraban palabras externas, se tejían por dentro y todos sabíamos que nuestro pensamiento era común. Había que despedirse de la libertad del ocio y ponerse el uniforme de la responsabilidad de algún trabajo, quizá elegido como única opción de supervivencia, quizá se trataba de un trabajo que se imaginó diferente de lo que es y uno se encuentra sin el poder necesario para cambiarlo o ya demasiado desanimado para poder hacerlo.
Cuando contemplaba las olas blancas, poderosas, avanzando hacia la playa, no para dañarla, sino para poseerla y acariciarla, para mostrar la fuerza de la vida y su delicadeza, su potencia y su sensibilidad, pensaba que las aguas, esas maravillosas partes de nuestro planeta en las que halla una afinidad altísima el principio vital y sus componentes más esenciales, también tienen su responsabilidad. Nosotros sólo vemos su belleza, ellas, en sí mismas, deben percibirse de forma diferente y no tan romántica o idealizada.
Ellas saben que deben digerir y transformar constantemente toxinas, nuestras y de otros seres, no sólo los vertidos de petróleo, también nuestros desechos orgánicos, nuestras lágrimas y sudores, nuestros malestares e iras, todo va volcándose en ellas, como si no fueran nada, como si fueran un hueco por el que desaparece todo lo que no deseamos de nosotros mismos por inservible ya o por el rechazo que tenemos a esas partes que lamentamos o rechazamos.
Cuántas veces las lágrimas y el dolor de gente que ha muerto en el mar habrá cambiado la forma de vibrar del agua en aquella zona y durante cuánto tiempo habrá tenido que esforzarse y trabajar ésta para volver a ser esa vida pura, limpia que tanto nos gusta y sabemos que necesitamos para estar vivos y bien.
Los hombres, muchas veces, olvidamos que la vida vibra en todo, no sólo en nosotros. Todo tiene un orden, forma parte de una cosmogonía; pero el ser humano, en su ignorancia y soberbia, considera que sólo tiene existencia lo que se mueve y, dentro de ello, lo que existe más, con pleno derecho, es él mismo; porque considera que es el más inteligente de los seres dinámicos. Todavía tenemos el primitivismo más rudo y tosco tan a flor de piel, que sólo pensamos en nuestra supervivencia de una forma inquieta, ansiosa e impaciente. El comportamiento humano siempre muestra el mismo perfil de avidez y atropello. El hecho de habernos alejado de la vida natural no ha mejorado dicha compulsión, sino que, en mucho casos, el hombre de la ciudad es más primitivo que el hombre del campo, que está acostumbrado a observar la vida a su alrededor y a confiar en sus ciclos, a ver su pequeñez y a permanecer en silencio y observando el cielo, que es una forma de aprender, al menos, humildad.
El hombre común de la ciudad ha empeorado su condición. Cree que está por encima de todo lo que no sea su deseo de entretenimiento, de huir de sí mismo y de su destino, y ya sólo le preocupa pasar el mayor tiempo posible sin pensar en nada. Está cansado de vivir la vida que lleva; pero cree que vive mejor que cualquiera que no lleve esa vida adocenada, pueril y pobre, sin pensamientos verdaderos, sin verdadera conciencia de quién es y hacia adónde se dirige y por qué. Prefiere pensar que tiene los artilugios que le ayudan a vivir mejor, omite que siempre está empeñado en pagar el último modelo de cualquiera de ellos y continúa siendo tan infeliz y dependiente de cualquier compañía industrial, de forma que, en la mayoría de los casos, cualquier incidente constituye una catástrofe, pues toda la vida está montada sobre una estructura falsa y frágil, sin más recursos que el trabajo –del que desearía huir, porque nada le satisface– , busca estar sin hacer nada, es decir, ver la TV, comer, ir a los restaurantes o lugares en donde se encontrará a otros seres como él, que considerarán que son felices porque pueden ir allí y pertenecen a ese grupo de los que van a comer fuera de casa, porque así no trabajan o de los que van a comprar o van a reír de cualquier cosa o a criticar otra... Siempre es lo mismo.
Las grandes superficies, cada vez más habitadas por los ociosos, son una muestra caricaturesca de esto que describía hace un instante; pero todas las ciudades están pensadas para formar parte de esa gran superficie del hombre de ciudad, que se gasta lo que tiene y lo que ganará con el tiempo. Se favorece la compulsividad, la impaciencia, la ansiedad, en definitiva, la insatisfacción y la infelicidad.
Las personas miden su grado de felicidad por los viajes que realizan, por las marcas y prendas con las que se visten, por los objetos que poseen, por las casas que habitan, aunque no tengan muchas ganas de estar muchas horas en ellas, pero el hecho de poseerlas, ya los hace felices; porque les sirve como elemento de comparación con otros que no las poseen.
Hace un siglo las personas viajaban muy poco y eso no significaba que fueran más infelices que ahora. La felicidad nace y se siente dentro de uno mismo y tiene bastante que ver con el acuerdo interior con lo que hace y recibe. Cuando la persona se siente correspondida y valorada en sus esfuerzos, continúa esforzándose y se siente feliz, porque es útil a la vida con sus realizaciones. Pero cuando su aportación deja de valorarse, cuando constantemente su alrededor lo pone en crisis respecto a su labor y su sentido, entonces, la felicidad se esfuma.
El amor es esa fuente constante de valoración que nos arropa y estimula a vivir, porque nos sentimos necesarios y útiles a los demás. Pero en una sociedad en la que esa valoración se sustituye por la valoración y el amor a la técnica, a las posesiones, a la astucia, al ejercicio del poder, el hombre común –incapacitado para salir triunfador en todos esos aspectos– se ve abocado a la huida y el aturdimiento, a la grosera compulsión y uniformidad con los otros. Se consuela de su condición mirando a sus iguales o a otros que están peor que él, es decir, que carecen de todo o de mucho de lo que él posee.
Se me dirá que siempre ha sido así. Es verdad que la humanidad no ha vivido épocas mejores; pero sí tenía unos valores más profundos de los que ahora intentan extender y poseen los que manipulan nuestra sociedades. Desgraciadamente, en esa población anónima y deficientemente educada –aunque esté informada o sepa manipular aparatos de tecnología avanzada o conozca algunos elementos de las nuevas tecnologías– se está logrando que los valores éticos vayan borrándose y con ellos el concepto de su propia dignidad.
La Tierra se va uniformando, porque el poder económico es el que ha tomado todo el planeta como un gran mercado a explotar. La verdad es que si uno se pone a pensar qué pueden hacer durante los años que les queden a ellos y a sus próximos descendientes, tampoco necesitarían tanta acumulación. Es como si el capital se hubiera hecho el dueño de la situación y utilizara a los hombres como vehículos de su codicia sin mesura; pero no es así, detrás del capital hay rostros concretos y la codicia es la vieja codicia que ahora se ha vuelto más sofisticada, simplemente es eso. Ha perdido el rostro y se ha convertido en compañías llenas de rostros sin rostro. Ese poder del que hablaba Kafka, como gran visionario, ese poder que no tiene piedad, permanece siempre lejano y distante, como si estuviera imitado en la vieja idea de un dios terrible que siempre exige para su satisfacción la vida de humanos. Son los viejos dioses con una forma diferente. El primitivismo en el trato del poder se impone desde la tecnología y una apariencia de eficiencia a una población que no sabe de casi nada con cierta profundidad y que ha confundido bienestar con “ Un mundo feliz” de Huxley.
Isabel