Testigo

Nadie más sabía del suceso. Nadie le vio ni él vio a nadie que fuera también testigo del hecho, así que se sentía tranquilo.
Era un hombre tranquilo y equilibrado. Así se sentía. Cada noche tenía la misma rutina, pero jamás le pareció que lo fuera, porque siempre encontraba aspectos nuevos que lo ilusionaban e interesaban en aquellos mismos actos repetidos: llegaba a casa, se quitaba la corbata, se cambiaba los zapatos del día por unas cómodas zapatillas,  se iba cambiando la ropa que había usado por otra que él calificaba "de tiempo libre", formada por ropa muy usada que ya no utilizaba para su trabajo. Cambiaba de zapatillas por estaciones. Poseía unas de verano y otras de invierno, según el clima le indicara lo más apropiado.
Lo había visto todo sin querer. No era curioso. Nunca se asomaba a las ventanas, como algunos tienen por costumbre, para mirar la calle. Él vivía para sí mismo y muy centrado en sus propios asuntos, así que el hecho era doblemente extraño y sorprendente, incluso para sí.
Recordaba que ese día llegó algo más tarde. El tren se había retrasado, porque había habido un choque anteriormente y el tráfico normal no pudo restablecerse a tiempo para sus necesidades particulares, así que debió esperar entre el calor y la excesiva proximidad humana y el fragor de los trenes en las demás vías. Se duchó inmediatamente después de llegar a casa.
 Estaba sofocado y harto de los rigores de la sociedad moderna. Una de las cosas que más le molestaban era carecer del espacio decoroso para sí y su respiración. Siempre le parecía que la técnica de los nuevos trenes escondía en sí la realidad de los rebaños que había visto trasladar hacia el matadero. Algunas veces, en su afán de encontrar un ejemplo plástico y sencillo, podía resultar un punto exagerado, pero eso lo decidirá el lector que se arriesgue a continuar leyendo esta pequeña historia.
Se duchó con delectación. Era libre. Estaba por fin en su territorio y en un espacio en el que podía respirar y moverse en paz con los elementos.
Hoy reflexionaba sobre aquel suceso y no podía explicarse qué casualidades le hicieron coincidir con un acto que nada tenía que ver con él mismo; sin embargo, "lo habían colocado allí" en el momento oportuno para que fuera testigo, sí, un testigo mudo y transparente, eso le daba cierta seguridad, su silencio y transparencia; pero no restaba extrañeza a su injustificada presencia que a nadie servía, y menos a sí mismo.
Abrió el frigorífico. Recordando aquel día le había vuelto a entrar una sed semejante. Se sirvió un vaso de agua fría, como a él le gustaba, y se fue a sentar en su sillón favorito mientras abría la correspondencia del día con la banca.
Todo lo que le dijeron ese día le molestó y continuó sorprendiéndole el interés creciente que manifestaban por su anónima persona aquellas poderosas entidades cuando se trataba de ofrecerle nuevos sistemas de cobro por gestiones que aparentaban ofrecer de forma incondicional. Se sonrió al descubrirse diciéndoles en silencio que había descubierto algunos de sus juegos. Era la revancha de la inteligencia. Los bancos podían ser poderosos, pero él era inteligente, aunque no le sirviera en la práctica para nada en una relación tan desigual, pero siempre le quedaría esa íntima satisfacción de ver las cartas marcadas del poderoso que tenía la presión del poder, pero no la inteligencia suficiente para encubrir su juego de una forma adecuada. No sabían utilizar la transparencia. "Es el consuelo de cualquier indefenso perdedor", se dijo para sí mismo.
Apoyó su cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos. La escena de aquel día se repitió en su interior. Vio el rostro trastornado por la premura, la mano cerrándose sobre el dolor… Cerró fuertemente sus ojos para no continuar viendo lo que sabía que ocurriría. Las imágenes se adueñaban de él cuando menos lo esperaba; pero él era paciente y sabía que el tiempo lo cura todo, lo acaba por borrar, incluso los recuerdos más personales.
En ese momento oyó el timbre de su puerta.  Su sobresalto lo dejó paralizado.
Volvió a escuchar su inconfundible melodía: dos tonos –amables, neutros y enemigos ahora de su paz– terminaban con su transparencia y lo convertían en un blanco denso y centro de problemas y consecuencias insospechadas. Permaneció sordo. Era igual que supieran al otro lado que estaba en su casa. Él se declaró no presencia, invisible a cualquier apariencia de estar. No estaba para nadie. No quería ver a nadie. El recuerdo se había introducido y materializado en la llamada. Estaba seguro. No quiso comprobar quién era. Quieto, sentado, con el vaso de agua entre las manos, permaneció, ajeno a sí mismo, al suceso, al timbre y a la identidad de quien lo pulsaba.

Isabel