Crepúsculo de otoño

Palabras escritas, hileras uniformes de palabras, llenas de vida en el momento en que se anotan para burlar al tiempo y a su olvido, tomadas al vuelo de una inspiración, de un hecho, de un instante lúcido o destacado de otros por ese instrumento poderoso y sin cuerpo visible más allá del sonido, transcrito después; aunque  nunca sea lo mismo…
Pensamientos que todavía no han llegado a expresarse y brotan… Ensoñaciones vívidas… Niveles de expresión y de experiencia convertidos en palabras.

Sus signos nos permiten viajar por territorios, paisajes, vivencias de mundos distintos.. Algunas se quedan anotadas, como anuncios, como recordatorios, como réplicas a otras, como esquelas de lo ya efímero antes de nacer, desaparecido de facto y congelado, fijado como herencia para que nuevos ojos –más envejecidos, más jóvenes, propios o ajenos–, redescubran un tiempo o sufran ese extrañamiento al descubrir el olvido propio, esa experiencia  colapso, de sorpresa, al ver tiempos vividos a uno y otro lado de las palabras y sus memorias y resortes.

Tiene hoy el cielo en su amplio horizonte otoñal un trazado orgánico. Espesas nubes grises avanzan y extienden un muro uniforme, una frontera infranqueable mientras la describo, pero el sol se ríe y se empeña en su color rojizo y el muro no puede terminar de construir su cuerpo, no avanza como desearía, no puede uniformar la vida. El muro confía–yo lo observo– en la connivencia natural de la noche para consumar su uniformidad anhelada, desea evitar que la luna –casi llena–introduzca su luz y agriete esa uniformidad creada  con la constancia del trabajo infatigable, por la mano fuerte y poderosa; pero el sol continúa enviando su luz y creando formas caprichosas y deshilachadas en el muro, que parece agrietarse por diversos flancos.  

Es un otoño tan intenso el que se vive en el espacio aéreo, que mis palabras y mi mirada se unifican en un silencio admirado y quieto.
Pienso en estos momentos cuántas veces he podido contemplar cielos semejantes, siempre bellos y ligeramente distintos, a este que hoy cautiva mis ojos y sé – recuerdo perfectamente– haberlos contemplando en tierras diferentes, con climas distintos, como si el cielo tuviera su geografía diferente e independiente de la que nos inventamos los seres humanos.

La noche avanza y parece que el gris vaya a lograr su objetivo, sin embargo, de forma sorprendente, se enciende un color rosa que tiñe, como el rubor de un rostro joven y avergonzado, las fachadas de los edificios blancos que tengo a mi izquierda. Es un rosa fucsia, encendido y divertido, que llamea y suaviza su fuego con su tono amistoso, cariñoso, joven y alegre, humanizando la rigidez del cemento blanqueado. Siento deseos de reír, pues tanto gris ha conseguido justo lo contrario de lo que deseaba: nuevos brotes de gozoso existir, de deseo de romper la mediocre uniformidad, llegan desde el cielo, como señalando un camino que ni la noche termina de borrar, pues la luna luce espléndida y las nubes han desaparecido, diluidas o llevadas por el viento en capas altas quizá –es algo que ignoro–, pero ya no están.

Los sonidos habituales rompen el hechizo. El ascensor y su característico sonido marca la  llegada o salida de algún vecino; el silencio lleno de humor y sentido de lo vivido se queda grabado en mi memoria. Ha sido un anochecer precioso e íntimo. 

Pasará el tiempo y las palabras que cuentan esta experiencia,  ¿conseguirán despertar en mis ojos lo vivido o sufriré ese colapso,  ese extrañamiento tan habitual y habré olvidado los matices y significados encerrados como múltiples caminos entre sus formas?


Isabel, 5-12-14

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