La tarde discurre despacio. El reloj de la sala, ese que ha presenciado todos los encuentros y desencuentros producidos alrededor de su espacio a lo largo de 30 años, sigue su rítmica marcha hacia algún lugar o meta inexplicable, círculo que algún día se para.
Entran, como el aire frío, rompiendo el silencio y encierro que se palpaba entre los latidos del reloj y la espera.
Sus voces llevan todavía algo del aire respirado y su aliento parece exhalar parte de sí mismos.
-¿Has visto lo raro que nos ha saludado el vecino?
-Directamente no ha saludado, no sé qué tiene de raro un saludo que no existe.
-Bueno, quiero decir que es raro él.
-Ah, ¿cómo te has dado cuenta?
-Porque no ha saludado.
-Yo no le llamaría raro a su silencio; diría que está absorto en sus cosas, malhumorado, que es maleducado, que es antipático, que es mudo y sordo y ciego, inexpresivo...; pero ninguna de esas manifestaciones son muy raras o extrañas ni tampoco extraordinarias; aunque pensándolo mejor, todas ellas juntas, sí que podrían considerarse excepcionales…
-No seas tan meticuloso. Me pones nerviosa cuando te pones en el plan de que lo sabes todo y que los demás somos tontos.
-¡Hum…! Este reloj no se atrasa ni un segundo. Es perfecto.
-Me voy a la habitación para cambiarme.
-(...)
Continúa la tarde y el reloj marca en su ritmo y con su propia voz las bocanadas del exterior y del interior en esa mezcla singular, inexplicable...
Isabel, enero 2012
Sorpresa
-Es de noche, y ya te dije que temía la oscuridad. No me dejes sola, por favor.
-Si no me voy…; sólo me giraré para dormir un poco.
-Es que me da miedo. Mírame hasta que me duerma.
Se oye un suspiro que parece la voz del asombro y del hartazgo en una combinación confusa.
-¿Es posible que me estés diciendo lo que oigo?
-¿No te avisé que era muy miedosa?
-Sí, pero ser miedosa es una cosa y exigir que vigile tu sueño hasta que te duermas es otra. ¿Qué hacías hasta ahora?
-No seas desagradable ni grosero. Sólo te pido que me mimes un poco…
-¿Por qué no me cuidas un poco tú a mí?
-Ya veo que no me quieres. El otro día me decías que lo harías todo por mí…
-Ya lo estoy haciendo. Puedes estar segura de que esta conversación tiene mucho más trabajo del que imaginas.
Se oye un inicio de gemido y un bufido. Sonidos más o menos articulados rasgan la noche en una cueva del piso 21 del siglo XXI.
Isabel, enero 2012
-Si no me voy…; sólo me giraré para dormir un poco.
-Es que me da miedo. Mírame hasta que me duerma.
Se oye un suspiro que parece la voz del asombro y del hartazgo en una combinación confusa.
-¿Es posible que me estés diciendo lo que oigo?
-¿No te avisé que era muy miedosa?
-Sí, pero ser miedosa es una cosa y exigir que vigile tu sueño hasta que te duermas es otra. ¿Qué hacías hasta ahora?
-No seas desagradable ni grosero. Sólo te pido que me mimes un poco…
-¿Por qué no me cuidas un poco tú a mí?
-Ya veo que no me quieres. El otro día me decías que lo harías todo por mí…
-Ya lo estoy haciendo. Puedes estar segura de que esta conversación tiene mucho más trabajo del que imaginas.
Se oye un inicio de gemido y un bufido. Sonidos más o menos articulados rasgan la noche en una cueva del piso 21 del siglo XXI.
Isabel, enero 2012
Una decisión
Simplemente le dijo "Ya es tarde. Me voy. Nada puedo añadir a lo que he intentado ofrecerte." Creyó que estaba en lo cierto. Debería, quizá, pasar más tiempo para comprender nuevas cosas y aplicarlas, discurrir por los páramos para volver hacia el jardín y ofrecer su experiencia de soledad, de libertad desnuda y viento, sin vegetación frondosa ni cortafuegos. Dudaba. Los pasillos de la casa se estrecharon y alargaron mientras sus pasos la conducían a la puerta.
Esperaba su llamada. Casi podía oír la voz que le pedía "no te vayas, todavía no hemos terminado nuestro aprendizaje, nunca podremos terminarlo, porque deseo estar contigo siempre y juntos crear días, iguales y distintos".
Eso pensó, deseó que el otro lado de aquel largo pasillo clamara eso o algo semejante; pero no oyó ningún indicio ni nadie –incluido el aire– articuló ningún sonido. Sólo sus pasos envolvían con su voz sus oídos; su marcha se producía y no podía decir–aunque así fuera– que temía que fuese cierto lo pronunciado, que temía como real que nada pudiera ya hacer para lograr convencerlo del error de ambos.
Se paró un momento. Miró hacia atrás. Comprendió que no era su pasado. Había oído eso de mirar atrás relacionado con el pasado, pero ahora no se trataba del pasado. Era un presente vivo y caminaba hacia la muerte si marchaba en sentido contrario, hacia una muerte autoinfligida, absurda…
Se dio la vuelta y lo miró mientras se acercaba hacia sus brazos. Llegó con el corazón abierto, tan veloz como la voz de su abrazo la envolvió, y así permanecieron, juntos ya, en un silencio lleno de la profunda verdad de su alegría y con la promesa implícita de ambos. No podían, no debían ni querían separarse. Nada era más importante que aquello que ambos tenían en sí y en su abrazo. Lo demás podía esperar…
Isabel, enero 2012
Esperaba su llamada. Casi podía oír la voz que le pedía "no te vayas, todavía no hemos terminado nuestro aprendizaje, nunca podremos terminarlo, porque deseo estar contigo siempre y juntos crear días, iguales y distintos".
Eso pensó, deseó que el otro lado de aquel largo pasillo clamara eso o algo semejante; pero no oyó ningún indicio ni nadie –incluido el aire– articuló ningún sonido. Sólo sus pasos envolvían con su voz sus oídos; su marcha se producía y no podía decir–aunque así fuera– que temía que fuese cierto lo pronunciado, que temía como real que nada pudiera ya hacer para lograr convencerlo del error de ambos.
Se paró un momento. Miró hacia atrás. Comprendió que no era su pasado. Había oído eso de mirar atrás relacionado con el pasado, pero ahora no se trataba del pasado. Era un presente vivo y caminaba hacia la muerte si marchaba en sentido contrario, hacia una muerte autoinfligida, absurda…
Se dio la vuelta y lo miró mientras se acercaba hacia sus brazos. Llegó con el corazón abierto, tan veloz como la voz de su abrazo la envolvió, y así permanecieron, juntos ya, en un silencio lleno de la profunda verdad de su alegría y con la promesa implícita de ambos. No podían, no debían ni querían separarse. Nada era más importante que aquello que ambos tenían en sí y en su abrazo. Lo demás podía esperar…
Isabel, enero 2012
Encuentros
Algunas veces sentía la presencia cercana de su amor susurrando ideas, no palabras. Se podían considerar apenas suspiros mentales, como destellos de luz purísima que ella comprendía, y eso la hacía sonreír agradecida.
Le gustaba sentir su presencia tan cálida y cercana, tan presente y libre a un mismo tiempo.
Eran bondadosos y profundos sus ojos mientras le inspiraba las ideas que iban naciendo…, como si confiara absolutamente en un resultado que ella misma ignoraba y, desde luego, distaba mucho de considerar algo seguro y con valor.
Aquella tarde resultó especial. Callaban ambos mientras contemplaban el cielo alto, cuajado de estrellas invisibles –ambos sabían de su existencia, aunque no se vieran desde allí a esas horas–, las palabras en sus pensamientos se dilataban hacia un horizonte creciente. Palabras viajeras por vocación.
Amaban los territorios de sus sueños y los exploraban juntos, también sus palabras se unían sin ningún problema de autoría. Pertenecían a la vida y ambos también formaban parte de ella.
Era una tarde como podían haber sido muchas, sin embargo, las demás habían ido desapareciendo en el tiempo; ésta la vivían y decidió escribir algo para recordar su vivencia íntima en el silencio.
Vivían juntos desde hacía un par de años. Cada día resultaba una aventura que agradecer. Probablemente, nadie externo a ellos lo hubiera percibido; pero sus ideas eran motivo de creaciones que los liberaba del suelo sin abandonarlo, sus sonrisas, sus acuerdos y su intenso amor constituían su principal fuente de equilibrio y alegría.
–Dame la mano, ven, quiero enseñarte algo– dijo él mientras tendía la suya buscando la de ella. Ella cerró los ojos y le contestó con la risa en las palabras –Bueno, pero tendrás que conducirme completamente. Serán tus ojos los que deban fijarse bien, para escribir con palabras lo que has visto antes de que me lo muestres, y luego te diré si lo he entendido bien, y qué veo en común contigo, y qué veo distinto en eso que me vas a mostrar, ¿estás de acuerdo?
Ella reía y él protestaba en un refunfuño divertido que a ella le provocaba una risa más amplia.
–¡Eres tan bueno y dulce…!– añadió mientras se dejaba conducir y besaba su mano.
Sabía que la llevaría a algún espacio lleno de encanto y sucedió que le estaba mostrando un nido que con mucho tesón estaba construyendo un pajarillo. Era tal la voluntad del ave, tal su prisa y concentración, que ambos, de la mano y en silencio, fueron retirándose para no perturbar el afán y la misión que la vida expresaba a través del pequeño ser alado.
Pensó que, probablemente, la vida vive a través de nosotros; tiene sus misiones y encargos; somos vividos por ella y, dócil y suavemente, aceptamos sus dictámenes. Nada más podemos hacer.
Por la noche hablaron de la libertad y del deber. ¿Sentía su libertad el pájaro mientras construía el nido con entusiasmo? ¿Sentía entusiasmo o era una voluntad ciega, un instinto sin deseo personal lo que lo llevaba y guiaba, quizá una mezcla de ambos: orden de la naturaleza envuelta en aparente deseo propio? ¿Ocurría lo mismo o algo semejante con nuestros actos?
Le gustaba sentir su presencia tan cálida y cercana, tan presente y libre a un mismo tiempo.
Eran bondadosos y profundos sus ojos mientras le inspiraba las ideas que iban naciendo…, como si confiara absolutamente en un resultado que ella misma ignoraba y, desde luego, distaba mucho de considerar algo seguro y con valor.
Aquella tarde resultó especial. Callaban ambos mientras contemplaban el cielo alto, cuajado de estrellas invisibles –ambos sabían de su existencia, aunque no se vieran desde allí a esas horas–, las palabras en sus pensamientos se dilataban hacia un horizonte creciente. Palabras viajeras por vocación.
Amaban los territorios de sus sueños y los exploraban juntos, también sus palabras se unían sin ningún problema de autoría. Pertenecían a la vida y ambos también formaban parte de ella.
Era una tarde como podían haber sido muchas, sin embargo, las demás habían ido desapareciendo en el tiempo; ésta la vivían y decidió escribir algo para recordar su vivencia íntima en el silencio.
Vivían juntos desde hacía un par de años. Cada día resultaba una aventura que agradecer. Probablemente, nadie externo a ellos lo hubiera percibido; pero sus ideas eran motivo de creaciones que los liberaba del suelo sin abandonarlo, sus sonrisas, sus acuerdos y su intenso amor constituían su principal fuente de equilibrio y alegría.
–Dame la mano, ven, quiero enseñarte algo– dijo él mientras tendía la suya buscando la de ella. Ella cerró los ojos y le contestó con la risa en las palabras –Bueno, pero tendrás que conducirme completamente. Serán tus ojos los que deban fijarse bien, para escribir con palabras lo que has visto antes de que me lo muestres, y luego te diré si lo he entendido bien, y qué veo en común contigo, y qué veo distinto en eso que me vas a mostrar, ¿estás de acuerdo?
Ella reía y él protestaba en un refunfuño divertido que a ella le provocaba una risa más amplia.
–¡Eres tan bueno y dulce…!– añadió mientras se dejaba conducir y besaba su mano.
Sabía que la llevaría a algún espacio lleno de encanto y sucedió que le estaba mostrando un nido que con mucho tesón estaba construyendo un pajarillo. Era tal la voluntad del ave, tal su prisa y concentración, que ambos, de la mano y en silencio, fueron retirándose para no perturbar el afán y la misión que la vida expresaba a través del pequeño ser alado.
Pensó que, probablemente, la vida vive a través de nosotros; tiene sus misiones y encargos; somos vividos por ella y, dócil y suavemente, aceptamos sus dictámenes. Nada más podemos hacer.
Por la noche hablaron de la libertad y del deber. ¿Sentía su libertad el pájaro mientras construía el nido con entusiasmo? ¿Sentía entusiasmo o era una voluntad ciega, un instinto sin deseo personal lo que lo llevaba y guiaba, quizá una mezcla de ambos: orden de la naturaleza envuelta en aparente deseo propio? ¿Ocurría lo mismo o algo semejante con nuestros actos?
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