Una decisión

 Simplemente le dijo "Ya es tarde. Me voy. Nada puedo añadir a lo que he intentado ofrecerte." Creyó que estaba en lo cierto. Debería, quizá, pasar más tiempo para comprender nuevas cosas y aplicarlas, discurrir por los páramos para volver hacia el jardín y ofrecer su experiencia de soledad, de libertad desnuda y viento, sin vegetación frondosa ni cortafuegos. Dudaba. Los pasillos de la casa se estrecharon y alargaron mientras sus pasos la conducían a la puerta.
Esperaba su llamada. Casi podía oír la voz que le pedía "no te vayas, todavía no hemos terminado nuestro aprendizaje, nunca podremos terminarlo, porque deseo estar contigo siempre y juntos crear días, iguales y distintos".
Eso pensó, deseó que el otro lado de aquel largo pasillo clamara eso o algo semejante; pero no oyó ningún indicio ni nadie –incluido el aire– articuló ningún sonido. Sólo sus pasos envolvían  con su voz  sus oídos; su marcha se producía y no podía decir–aunque así fuera– que temía que fuese cierto lo pronunciado, que temía como real que nada pudiera ya hacer para lograr convencerlo del error de ambos.
Se paró un momento. Miró hacia atrás. Comprendió que no era su pasado. Había oído eso de mirar atrás relacionado con el pasado, pero ahora no se trataba del pasado. Era un presente vivo y caminaba hacia la muerte si marchaba en sentido contrario, hacia una muerte autoinfligida, absurda…
Se dio la vuelta y lo miró mientras se acercaba hacia sus brazos.  Llegó con el corazón abierto, tan veloz como la voz de su abrazo la envolvió, y así permanecieron, juntos ya, en un silencio lleno de la profunda verdad de su alegría y con la promesa implícita de ambos.  No podían, no debían ni querían separarse. Nada era más importante que aquello que ambos tenían en sí y en su abrazo. Lo demás podía esperar…

Isabel, enero 2012

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